Cuando tenemos delante algo que no nos gusta, o que sabemos
que no está bien, que nuestra experiencia ha demostrado una y mil veces que
acabará en fracaso, caemos en la tentación de decirlo de la forma más clara
posible. Uno de los defectos que trato de corregir en mí misma es justamente
ese exceso de claridad. Muchas veces me han dicho que hay que ser sinceros,
pero en aras de esa sinceridad, atropellamos a nuestro interlocutor por no
pararnos un minuto y ponernos en su lugar.
Decir la verdad, apuntar lo que no es correcto no es tarea
fácil. Hay que tener en cuenta muchas cosas que a veces se nos olvidan. La
primera, y la más importante de todas, que al otro lado hay una persona que
puede sentirse mal con lo que le estamos diciendo, y no tanto por el contenido
como por la forma… o por ambos. En estos casos, yo intento seguir las
recomendaciones de un buen amigo que me decía: cuando tengas que explicar algo
a alguien y sabes que es posible que no le guste, prepáralo, plantéate opciones
de cómo contarlo, y cuando hables, escúchate desde sus oídos. Ese consejo, que
no es fácil de seguir, siempre me ha dado resultados estupendos.
Cuando ponemos en valor lo realmente importante, cuando nos damos cuenta de que la verdad, nuestra verdad, nuestros argumentos, nuestras razones, nunca están por encima de las personas, en ese momento habremos aprendido a criticar.
A todos se nos llena la boca con sentencias del tipo “no
digo nada que no sea cierto”, “sé que tengo razón” o la peor de todas “¡es una
crítica constructiva!”. ¿De verdad sabemos lo que es una crítica constructiva?
Desde mi punto de vista no es sólo una crítica que tiene como objetivo
solucionar un problema o construir una solución. Para que sea constructiva, la
crítica no debe ofender, debe ser empática, debe proponer soluciones, y sobre
todo, nunca debe olvidarse de que nunca está por encima de la persona que la
está escuchando.
“Tener razón” o “tener más experiencia” que nuestro
interlocutor, no nos da nunca el derecho de avasallar, de sentenciar, ni de
hacer sentir al otro que lo estamos cuestionando como persona. Un ejemplo que
seguro que todos hemos vivido alguna vez: Nuestro jefe nos encarga un trabajo.
Nos da unas indicaciones mínimas porque las prisas y el hecho de que él/ella
tienen claro lo que quieren, le hace pensar en que le hemos entendido. Como es
nuestro jefe y no siempre tenemos el “valor” de decir que no lo tenemos claro,
lo hacemos como mejor podemos. Seguro que todos habéis vivido resultados para
todos los gustos… Desde “esto no sirve para nada” a “yo esperaba más de ti”… y
son sólo las frases más suaves que he escuchado. ¿Solucionan el problema? Me
temo que no… lo único que hacen es crear una inseguridad que convierte a este
tipo de jefes en “embudos”. A partir de la primera crítica, nadie hará nada sin
validarlo 30 veces y obtener su aprobación… cuando se consigue.
¿No sería mejor dar indicaciones claras? Nadie está en
nuestra cabeza ni nadie sabe lo que queremos, eso está claro, pero también es
cierto que nadie hará las cosas como nosotros.
He leído en alguna parte que no recuerdo, una frase que
decía algo como esto:
Allá donde vayas, siempre te encontrarás a personas mejores
y peores que tú. Encuentra tu lugar entre ellas y aprende de todas.
Al final, lo importante en la vida, en cualquier ámbito de
ella, es el respeto, la comprensión, la empatía… y las personas, que siempre
estarán por encima de cualquier razón. Si no olvidamos este principio, quizás
estemos en el buen camino para ejercer el arte de la crítica.
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